31 de octubre de 2008

Monólogo de Ares

Monólogo de Ares

No se como aparecí en este territorio,
en este tiempo,
en esta forma.
Es que a veces me duermo de abulia
y no despierto hasta que no se me invoque.

Otros eran los tiempos
en que el olor de la sangre
y la grasa de cien bueyes
subían a mi encuentro,
esperando mi sostén,
blandiendo picas,
tensando arcos,
lustrando escudos.

He asistido a los más grandes genocidas,
orgullo de mi mano.
He conducido a Alejandro,
Julio Cesar, Napoleón.
Soplé secretos a Aníbal,
Gengis Khan, Shaka Zulu.
Algunos me han contestado con honor,
otros con escarnio.

Pero a todos llevé,
como niños,
de mi dura mano,
cruzando desiertos,
hundiendo naves,
devastando ciudades.
Matando enemigos,
torturando a indefensos,
destrozando los cráneos de sus hijos,
violando a sus hijas.

¡Ah, el sublime oficio del guerrero!

Ellos siempre tienen su excusa de sangre,
yo mi beneplácito.
Honores de reinas raptadas,
expansión de fronteras,
disputas comerciales,
estúpidas divisas,
razas superiores.

Siempre han encontrado al hereje,
el impío,
el invasor,
el apátrida,
el conspirador,
el infiltrado.

Pero es en este tiempo de contradicciones
que he encontrado mis mejores acólitos,
que han llevado mi mensaje y mi estirpe
hasta el lugar más oscuro de la historia,
que es donde me place solazarme.

Me han ofrecido las mejores hecatombes.

He despertado temprano,
en este tiempo,
con el agradable olor
de sus cuerpos mórbidos y carcomidos,
en las trincheras del Verdum,
los pulmones abiertos sobre el Río de la Plata.

Han elevado sus piras,
llevándome el humo del sacrificio de víctimas,
de las chimeneas de Auschwizt,
de los huesos disipados en Hiroshima.

En verdad no me faltan sacerdotes.
Que blandan pica o bayoneta.
Puñales o espadas.
Fusiles o radares.

Siempre quitando a los imberbes de sus cunas,
prometiéndoles reinos o gloria,
oro o vaginas,
miedo o fusilamiento.
Dándoles dulce vino para doblegar los valles del Tigris,
cocaína para arrasar el delta del Mekong.
Sacrificando doncellas en la hoguera de Ruán,
en la piedra de Tenochtitlan.

Allí los veo.
Cortando orejas en el Monte de los Olivos,
bendiciendo Kamikases en el Ocaso Celeste,
repartiendo rosarios plásticos en la niebla malvinense.

Ellos,
que descansan hasta el próximo exterminio,
en los Coliseos, Las Tiendas, Los Templos,
Los Capitolios, Los Castillos.
Detrás de las Murallas,
debajo de los Búnkers,
dentro de Wall Street.

Los veo, furiosos,
empuñando las riendas,
arrastrando cuerpos alrededor de las ciudadelas,
cocinando de picana sobre los flejes.

Los veo, a veces héroes,
primero en la línea,
otras cobardes detrás de sus anteojos oscuros.
Pero siempre despiadados,
portadores de iniquidad,
llanto, luto y miseria.

Doblando su rodilla ante reyes,
inquisidores, economistas,
para someter a súbditos,
esclavos, pueblos y ghetos.

Siempre tendré víctimas propicias,
cada vez que nazcan hombres
que en lugar de alma y cerebro,
sólo tengan resentimientos y médula espinal.

2001

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